Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.
Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga.
Mateo 11: 28, 29 y 30
Compartir con los seres queridos todo lo que tenemos siempre es regocijante para seguir adelante, pero compartir lo que guardamos en el corazón con Jesús nuestro Señor, nos permite sanar en alma y espíritu.
Por ello, ahora que empezamos un nuevo año y nos planteamos nuevas metas, sería importante abrir nuestros sentimientos y liberarnos de las cargas que nos aquejan para alcanzar nuestros propósitos y fortalecernos como seres humanos, acompañados siempre de la gracia de Dios.
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Pensé hablar con Dios, pero, ¿qué iba a decirle?
Realice un recorrido fugaz sobre mi vida, tratando de encontrar lo que más le gustaría, seleccionando las anécdotas más bellas de mi vida.
Al abrir las “puertas” de mi corazón, encontré de todo: Había eventos alegres y tristes, sonrisa y lágrimas.
Traté de esconder las tristezas y las lágrimas para que Él no las viera.
Tenía la firme intención de darle a Dios sólo lo bueno, pues siempre he querido aliviar la sobrecarga de trabajo que tiene; todo el mundo lo acosa y le pide, todos quieren algo de Él, que les resuelva sus problemas, que Dios les repare el daño que han ocasionado, que Dios de la cara por algo de lo que nunca fue responsable.
Entonces, en medio de mis pensamientos, Dios me interrumpió:
¡Dame tus lágrimas!, me dijo…
¡Dame tus angustias!, exclamó…
¡Dame tus tristezas!, pronunciaron sus labios…
Yo no supe donde esconderme, mi alma avergonzada se sintió apenada, yo no quería mostrarle a Dios mis heridas, no por soberbia u orgullo, sino porque tenía la firme intención de darle lo mejor.
Confundido, trate de ocultar mi rostro en la tierra, mis lágrimas me recordaban un evento doloroso, el más doloroso de todos.
Recordé los días en que anduve triste, sin aliento, sin ganas de nada; los días de soledad que nadie entiende hasta que los vive.
Momentos en que quieres que se abra la tierra y te devore; experiencias en que quieres salir corriendo, desgarrarte el alma, y gritar ¿por qué?, ¿por qué a mí?, ¿por qué yo?, ¿por qué de esta manera?
Y muy a mi pesar, percibí que parte de esas lágrimas se las había atribuido a Dios.
En mi desconcierto, culpe a Dios, a la vida, a todos. Me dije una y otra vez que no era justo, y miré a Dios con desconsuelo y desesperanza, caminé con rabia muchos días, con enojo, desquitándome conmigo mismo, y de pasada, con los demás.
Dios me volvió a interrumpir, me dijo: ¡Ya no más! !Regálame tus lágrimas!
“No quiero verte herido otra vez por lo mismo”, “regálame tus dolores”, “los quiero”. ¡No, Dios!, le dije entre lamentos, no quiero.
Entonces Dios me miró con ternura, ya no dijo nada.
Sentí que me tomó entre sus brazos, sacó de entre su túnica, un lienzo blanco, y me secó las lágrimas.
Yo no tenía más que darle.
Comprendí que sólo podemos darle a Dios lo que tenemos, aunque sean nuestras heridas.
Quizá a Dios, no sólo le agrade que le demos nuestras aparentes seguridades, sino aquellas realidades de nuestra vida que tenemos miedo a que las vea por vergüenza o pena.
Todo aquél que se ha dejado tocar por Dios, espera con ansia que llegue. ¡Ven Señor Jesús, no tardes! Porque tu llegada renovará la faz de la tierra.
Reyes Muñoz Tónix. SchP